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La Niña
Con el calor bien entrado nos desprendíamos de las pesadas ropas de invierno y de los austeros zapatos “gorila” que nos calzaban, entonces hacían su aparición las chanclas de goma, que dejaban los pies completamente al descubierto y se sujetaban con dos tiras de plástico que terminaban en un solo ramal que se introducía entre el dedo gordo del pie y su vecino inmediato. Yo veía como las demás niñas las llevaban; nunca dispuse de ningún par porque para nosotras estaban prohibidas, ya que mi madre las consideraba antihigiénicas, antiestéticas y totalmente vulgares. Pero, como el que no se consuela es porque no quiere, nosotras nos fabricábamos nuestras propias chancletas. Sobre un trozo de cartón, colocábamos nuestros zapatos y dibujábamos el contorno de las suelas, recortábamos los patrones y perforábamos tres agujeros en cada uno, uno en el extremo delantero y los dos restantes a ambos lados del centro, a través de ellos introducíamos dos cuerdas de esparto que convergían en el boquete de delante, y que sujetábamos con sus correspondientes nudos por el reverso de la plantilla. Ni decir tiene que nosotras estábamos encantadas con nuestros modelos exclusivos, ni siquiera nos acordábamos de las hechas en serie. Aunque, teníamos que reconocer que adolecían de algunas imperfecciones a las que no queríamos darles importancia, como las rozaduras que nos hacían las sogas entre los dedos, el dolor que nos provocaban los nudos cada vez que apoyábamos las plantas de los pies en el suelo, y el pequeño detalle de dejarnos al andar parte de la suelas atrás; ya que éstas tenían la dichosa manía de doblarse. Todo esto provocaba el enfado de mi madre, quien con un tajante “ ¡niña, quítate eso que te vas a matar!”, hacía que poco a poco se nos pasara el furor de las chanclas y sufriéramos una sobreproducción que nos convencía de la necesidad de cerrar la zapatería.
Otro tanto ocurría con la piscina, si nosotras no íbamos a ella, ella venía a nosotras. Mi madre colocaba un barreño grande con agua en el patio para que se calentase al sol. Al mediodía, cuando el agua estaba templada, nosotras, en braguitas, nos remojábamos en él como los garbanzos, y por riguroso turno de regadera, baño y secado íbamos pasando por las fases de tan placentera actividad veraniega. Eventualmente, también nos servía de piscina la pila grande, aunque aquí el agua era fría puesto que estaba a la sombra, lo que hacía que se usara más como fresquera, donde un melón o una sandía flotaban esperando la hora del almuerzo.
Como quiera que nuestras instalaciones acuáticas exteriores eran bastantes precarias y con un horario bastante restringido, yo optaba por acudir a la piscina cubierta, cuyos únicos límites eran las paredes de la casa y su única limitación la falta de agua, porque todo hay que decirlo, esta estructura hídrica carecía del preciado líquido en el que tenemos la costumbre (entre otras cosas) de nadar. Pero a falta de agua a mí me sobraba imaginación, y si de imaginar se trataba, no una triste piscina sino un grandioso océano ideaba yo. Niña de recursos como era, enseguida me hice con el equipamiento necesario para esta actividad náutica: me confeccioné mi propio bañador. Éste consistía en un bambo que mi abuela me había hecho, el cual ajustaba a mi cuerpo con una cinta atada a la cintura, de la cual salía otra que pasaba por mi entrepierna y se anudaba al cinturón en la espalda, de ese modo subía la falda y le daba un aspecto lo más parecido posible a un minipantalón. Acto seguido me colocaba un flotador azul (que mi tío nos había regalado, y, que nunca vio el mar ni siquiera una pobre alberca) del que salía un cuello largo y blanco acabado en la calva cabeza de un cisne de grandes ojos negros. Me calzaba mis chanclas playeras, y, sintiéndome la reina de los mares con mi modelazo de bañador, mi cisne alopécico último modelo y mis super chancletas, me reía del mundo dando estilosas brazadas y chancletazos por toda la casa. De esta manera se me olvidaba que existía otro mundo tangible porque yo había encontrado la manera de ser feliz en el mío. Y, si alguna niña me recordaba que no estaba morena o que no iba a la piscina, yo con aire de suficiencia y firmemente convencida, le contestaba que era cierto, pero que no me importaba, puesto que ahora sabía nadar porque había practicado mucho en casa.
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